viernes, 6 de noviembre de 2009



“Sobre Villa Celina, de Juan Diego Incardona
(publicado originalmente en Sala Grumo. Cultura Latinoamericana, marzo-abril de 2009)

(*) Por Nancy Fernández

Villa Celina es una serie de relatos cuya unidad se basa en el barrio perteneciente al Conurbano bonaerense. Pero también, y sobre todo, esa unidad tiene que ver con la mirada del narrador. Un libro donde coincide el nombre propio de quien cuenta historias con la firma consignada en la tapa del libro, nos hace pensar inmediatamente en géneros vinculados al tiempo y la memoria ligados con un espacio. Surgen entonces, la biografía y la autobiografía como géneros que sostienen la escritura. Sin embargo, cuando el presente de la enunciación se filtra con un resto de nostalgia o de felicidad borrosa, los sucesos van dando forma a los días que se empujan en desorden, mezclando imágenes, fotos y retratos. Alternando con los dibujos de Daniel Santoro, el presente de la narración más que corte es intermitencia; y fuera de la zona, del lugar (y ficción) de origen, el tiempo es el cursor de una modernidad tecnológica. Como señala Ariel Schettini, hay que advertir que el primer modo de publicación de los relatos fue en internet; así, la revista El interpretador. Letras, arte y pensamiento, dirigida por el mismo Juan Diego Incardona, añade un rasgo propio a cierto modo de realismo contemporáneo, como trama simultánea entre mundo y literatura, escritura y vida. Desde esta perspectiva es interesante lo que sucede con la convivencia entre el rasgo artesanal del personaje y la sofisticación tecnológica. Por un lado, la fabricación de objetos de plata, alpaca y bronce, que el personaje-autor vende en bares y plazas es materia del relato, del presente y del pasado, por herencia y por historia, por oficio, aprendido y forjado en los tiempos del colegio industrial. Por otra parte, el presente interrumpe la continuidad temporal o mejor, el presente inscribe el punto (el punctum visual), donde el escritor es lector de si mismo. Si la recopilación y reedición de trabajo y material en la virtualidad del espacio cibernético es raramente corregido, Juan Diego Incardona trama un circuito que hace notable (y más real) el registro de la bioficción. Por lo tanto, la imagen de autor forma parte inherente de esa trama, an real como ficticia.
En Villa Celina, la experiencia social no pierde intimismo. En este sentido, la historia interfiere como eco de una cultura, clave en la formación y aprendizaje personal. Por lo tanto, los géneros que mencionaba, no clasifican el lugar de lo narrable sino que coleccionan los efectos que los “hechos” inscriben en la memoria. Infancia, adolescencia y juventud son los trazos de la ausencia y de la pérdida, pero también del recuerdo que promueve verdad y creencia, suceso y mito. La escritura, entonces, es la instancia donde el desarraigo y la vuelta, desparraman sobre la imagen de los días, las motas de polvo leves que van marcando la distancia. Esa visita interminable que nos cuenta Juan Diego, señalan la inflexión entre el lugar propio y ahora algo ajeno (“El hombre gato”); la domesticidad y las viejas costumbres (compartir el mate, la música y jugar al TEG) dan paso a la intemperie y al peligro, a la “boca de lobo” en la espera del tren hacia Haedo. Cruce de puentes, hondonadas, baldíos y parajes marginales. Con el sello del barrio sobre la identidad, la serie de personajes extraños (para el común denominador), son manifestaciones del Conurbano Bonaerense, máscaras periféricas respecto de la centralidad porteña. Por eso es cierto lo que dice Cucurto sobre la voz propia de Incardona, porque tiene un tono que sale de zapear en el campito hasta que que termine la noche y la cerveza; tiene también el habla de bandas enfrentadas por el nombre del suburbio. Se trata de ritos y leyes consuetudinarias. Aquí hay resonancias del rock, de la cumbia y del tango como señala el propio autor. Pero sobre todo, es lengua que no habla sobre eso sino que sale como relato mezclado entre las letras de Patricio Rey y los Redonditos, Viejas Locas y el Pity Alvarez. En cierta forma, el lenguaje ingresa funciones léxicas para ser reconocidas (más que comprendidas) por determinados grupos y culturas. Si podemos hablar de realismo “bioficcional”, eso es el resultado de una experiencia elaborada con anécdotas narcotizadas, oníricas entre solidaridad y violencia, códigos y rituales de reconocimiento y camaradería, traición y lealtad (“El hijo de la maestra”, “El túnel de los nazis”, “La guerra”, “El 80’”, “Los rabiosos”, “Luzbelito y las sirenas”). Si de realismo se trata, la descripción (especialmente del espacio) repone las variables de archivo; la descripción, de alguna manera, siempre es memento y mostración. El ritmo activo propio de la narración alterna infancia (“La culebrilla”, “Bichitos colorados”, “El midi”, “El Malasuerte”) e historia (“Los reyes magos peronistas”, “El ataque a Villa Celina”). Pero más alla de estos dos textos que exponen deliberadamente datos y referentes que llegan hasta el menemismo, la política labra una prosa donde el peronismo es la base y los cimientos de la acción. Porque la matriz de los relatos, es decir, la base de los motivos que generan y realizan el movimiento de la narratividad, es el trabajo, el oficio, la búsqueda de ocupación, la organización de eventos que aglutinen a la comunidad, las historias de vecinos que integran como familia a los inmigrantes, los inmigrantes que se obstinan en la permanencia a pesar o en contra de la globalización arrasadora (como el almacén de la Juanita, o como Tino, cuya particularidad sobrevive al sistema). Figuras como la curandera, el Hombre Gato y el Perro de Dos Narices, funcionan como motivos a partir de los cuales se generan las condiciones paradójicamente objetivas de la representación, en tanto puesta en foco y toma de distancia. Mitología popular y sistema de creencias construyen la misma comunidad de donde también surgen los cánticos populares que hacen la estela legendaria y cómplice de sus habitantes. En ese movimiento es donde el autor toma distancia. Y allí, en el rectángulo y sus esquinas, Villa Celina devuelve una mirada donde la escritura íntima de la propia vida, da cuenta de la Historia y fija posición. En las fábulas de la violencia y el reconocimiento grupal, lo comunitario muestra la punción de la Historia, aún cuando esa reunión se vuelva fantasmática (desde el punto de vista del sujeto de enunciación). Esa “historia”, la propia y la colectiva, promete su omnipresencia, la que invoca una nueva imagen y un objeto distante. Entonces, texto y foto cincela la imagen de autor consciente de su contemporaneidad. Sin perder nada de personalidad ni de materia, la condición paradojal del texto reside hoy más que nunca en el carácter de su propiedad. Ese es el proceso y el resultado por el cual el nombre propio, sello y rúbrica, no se disuelven en la inmaterialidad de la red. El trabajo de Incardona lo deja en claro. Y al decir de Jacques Ranciere, el arte hoy es una negociación entre propietarios de ideas y propietarios de imágenes. Ciertamente es por eso que la autobiografia, la experiencia y la intimidad, que hacen coincidir las dos propiedades, adquieren tanta importancia en el arte de nuestro tiempo.

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