miércoles, 21 de octubre de 2015

Sobre El país de la guerra, de Martín Kohan (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2014, pags.319).
                                                                                           
                                                                                        Nancy Fernández
                                                                                        (CONICET- Unmdp) 

Desde una lectura genuinamente total y fragmentaria, Kohan da cuenta de los ripios, entre saltos y continuos, de aquello que compone la singularidad de literatura y cultura argentina, la matriz política de su constitución que pone a la violencia en el centro de los debates, y a la guerra, como objeto de reflexión y operación de recorte. Pero también pone énfasis en la condición inexorable entre escritura y política, allí donde los géneros (las Memorias, la historiografía, la gauchesca) marcan los virajes de las coyunturas. De este modo, a lo largo de los sentidos que asume el término “guerra”, escenas históricas, textos y autores, manifiestan los usos que derivan en las variaciones dirimidas entre la acepción internacional y nacional. Con un marco teórico, crítico y literario, deja ver el proceso que da forma a un pensamiento analítico (Carl Schmidt, Carl Von Clausewitz, Mao Tse Tung, Sun Tzu, Badiou, Ranciere, Maquiavelo, Michel Serres, Deleuze y Guattari, George Bataille, Susan Sontag, Adriana Rodriguez Pérsico, Borges, Alberto Laiseca –con La hija de Kheops-, Damian Tabarovski, Dardo Scavino etc.); así, las citas intercaladas al comienzo de cada capítulo se proponen como inscripciones sintéticas, como epígrafes seriales que puntúan la constelación metonímica de remisiones y reenvíos entre términos que oscilan entre lo argentino, lo criollo y lo nacional. Libro que supone un armado teórico-crítico, El país de la guerra empieza construyendo figuraciones para destilar mitologías: el primer gesto será el de las miradas al cielo: la de Febo y la del Aguila. Elevación y alumbramiento; lo que no excluye las crisis y el parto, el nacimiento de la gloria que siempre tiene su precio; nacimiento y nación que asoma hacia y como el sol, para consolidarse en el modelo del moderno estado oligárquico y liberal de la década del 80´del siglo XIX. En esas líneas se van a definir las ecuaciones de costos y beneficios, los actos sacrificiales para que los próceres devengan rostros inmóviles (incuestionables) en el panteón onomástico. El proyecto de nación tiene sus cimientos en la concepción de patria, cuyo comienzo narra la historia de guerra. Entonces, la gesta cívica empieza con una elite letrada ocupada en concebir la nación,  imaginarla y escribirla. Y es en la escritura donde se funda el origen y  se definen los tonos. Kohan es congruente, como escritor y lector, con su propia obra; desde el presente revisita lo que realizó y desde aquí insisten las tramas especulares, los retornos y vueltas que se repiten para modificar: siempre desde el presente, nunca desde el pasado como un punto fijo y orgánico afirmado en una tendencia teleológica y causal. Kohan re-vuelve. Entonces reaparece Cabral, al son de la marcha de San Lorenzo y con ademán épico de gloria y sacrificio.  Si la Patria se forja custodiando la frontera con el trazo de la espada, entonces  se trata de indagar la eficacia del mito fundacional. Y Kohan lo encara en zigzag, líneas en vaivén que le permiten desde el presente revolver los torbellinos del tiempo , las irrupciones sintomáticas del anacronismo. Asi, va a señalar, un poco en sintonía con la apodíctica y provocadora frase con que David Viñas sentenció el comienzo de la literatura argentina: con Rosas –la figura que provoca y que impulsa la palabra ilustrada, en definitiva, la de Echeverría y sus congéneres. Desde una perspectiva en sintonía con la de Viñas, Kohan va a marcar la lectura de Osvaldo Lamborghini respecto de historia y de la literatura nacional: Bartolomé Mitre. Autor del gran relato integrador y orgánico de la formación de un país. Lamborghini detecta y desmonta la estrategia militar de los grandes nombres, colocando a Mitre en el lugar del narrador. Belgrano y San Martín son los héroes, las biografías esculpidas en los bustos inmaculados, de mausoleo. Si Kohan dijo “elevarse”, puede suponerse que el museo de los héroes, es el sello indeleble que marcaría la diferencia entre patria argentina y su canonización nacional. Pero más allá de los desvíos productivos que nos devuelven al presente donde anida el pasado y su imaginario, ( porque la lectura nunca suprime al pasado que se convierte en inconsciente).  Porque a la par de la intervención de Lamborghini, Kohan lee la coartada de Alberdi, allí donde radica el exceso de una escritura que más que polémica, supone la estrategia de una disolución. Alberdi lee en Mitre, la construcción de candidaturas. En tal ofensiva hermenéutica cifra la falsa devoción de la política, la denodada búsqueda de legitimación. Y Kohan lee con Alberdi el revés y el envés de una guerra cuyos principios de declaración son desactivados por un objetivo falso que nunca tuvo lugar. Se trataría más bien de una derrota continental y de una pérdida de provincias, un litigio que deriva en disminución territorial, es decir, en pérdida y no en ganancia. Frente a la visión de Alberdi, que mira una historia de “falsos triunfos y pérdidas reales”, Mitre trama la posición que termina por prevalecer: la de los héroes. Y si a San Martín  (cosa habitual en los hombres públicos como no duda en diagnosticar Sarmiento) le falta escribir sus memorias, le sobran en cambio los partes de guerra y las justificaciones perentorias.
Concebir la civilización como el anverso de la guerra o mejor aún, concebir la guerra como la condición misma de un programa de orden, político y social. Reenvíos y remisiones, donde la política altera el curso de un croquis, esquema en dirección única. San Martín le dona el sable a Rosas. Herencias y legados que el Padre debe dirimir entre los hijos. Gesto que empaña la nobleza de la renuncia y el estoicismo del alejamiento para que Sarmiento también lea y especule, y en su duda potencie de modo conveniente el desplazamiento de San Martín, del centro que ocupaba. No le faltan razones ni argumentos para sostener una posición, y lo hace pensando en la utilidad del modelo de su ejército para derrotar a las fuerzas montoneras, objetivo prioritario de ahora en más. Ese es el punto para que Sarmiento elogie al Manco Paz. Paz y su dominio sobre la barbarie. Paz y su violencia calculada y razonada en  contraste con la fuerza animal de Facundo. La violencia que Sarmiento reivindica es la violencia civilizada, la cual, en todo caso, le proporciona la base argumental para justificar la muerte del Chacho Peñaloza; el hecho ante el cual Sarmiento no desmiente la denuncia de Hernández sino que la sostiene como necesidad. La lectura política y estratégica de Sarmiento hace del Manco Paz su centro, ni más ni menos el que, a diferencia de Lavalle doblega a la barbarie con sus  armas, su conocimiento y su racionalidad y al modo de las milicias europeas. Así, en la mirada de Sarmiento, Paz queda hipostasiado en la civilización que no escatima rendimiento. La batalla de Oncativo será el reverso exacto que sintetiza una concepción bélica basada en la economización de fuerzas y recursos, en la administración de dividendos y de hombres. Facundo es derroche y despilfarro, apuesta y se disipa en el juego. Quiroga, desde la mirada sarmientina, se funde con el caballo y con la tierra. Como señala Kohan, Paz envuelve a Facundo en una red, al Tigre de los Llanos y le tiende una trampa, dando visibilidad a la bestia salvaje atrapada por el que sabe esperar el momento oportuno. Cálculo versus perplejidad. Paz también escribe sus Memorias póstumas dejando en claro que de lo que se trata es de domesticar a las fieras, de atraer “la docilidad de los paisanos”. Serán los versos de Ascaubi los que rendirán tributo a la gesta cívica, rubricando la composición gauchipolítica (al decir de Angel Rama). Y la entonación laudatoria retoma el punto donde quedó Bartolome Hidalgo (las luchas por la Independecia y una enunciación que va a repetirse: la del soldado defraudado, la decepción ante las luchas civiles y la falta de respuesta a quienes pusieron el cuerpo en el ataque y la defensa territorial). Según Kohan, Ascasubi superpone la guerra de la Independencia a la gesta antirrosista. Y en dos etapas. Primero, celebrando a Urquiza para después acercarse a Mitre.  Y será en la gauchesca, en la palabra de confrontación y en la payada, o la simulación de un diálogo, donde el conflicto encuentra su tono su tono y su verdad.  Contrapunto, amenaza y desafío, y aquí también las victorias militares tendrán su celebración, más cerca de la fiesta popular que de la épica oficial.  Ascasubi será el exponente clave donde el género lleva a su punto culminante el contraste entre guerra y violencia ilegítima, la barbarie de todos contra uno y el decir jocoso del copartícipe en el castigo al infractor. La guerra en verso que Ascasubi trama en “La Refalosa”, pone al revés la invectiva, adjudicándole la palabra al sujeto de enunciación en primera persona.
Kohan, revisa y como siempre revuelve, lúcido, los archivos. Allí encuentra epistolarios que si no fueran por el asunto público que los atraviesa, son cartas imbuídas de afecto desesperado, de intimidad sensible entre soldados y madres. Por su parte, Salvador Garmendia celebra el triunfo en la Guerra del Paraguay, que además justifica como una necesidad en respuesta al invasor. Pero es un triunfo en el cual no deja de notar los altos costos que implicó la empresa. Es Mitre, otra vez, el epicentro de una historia que Kohan elige llamar, figuración condensada, como “los soldados de la fatalidad”. Allí reside la impronta lúgubre. Contrasentido entre la gloria y su condición innecesaria. Dos  tiempos superpuestos donde una guerra desigual se  interpone, finalmente, ante la urgencia del combate contra el malón. Y entre los destinos funestos, están las filiaciones malogradas: en el campo de batalla, muere Dominguito, el hijo Benita Martinez Pastoriza de Sarmiento, que también lee las cartas de su hijo y los informes del diario La Nación.

El fin de siglo XIX se empalma con la mirada canonizadora de Leopoldo Lugones, ya a principios del XX, cuando los alambiques y florilegios modernistas ponen a funcionar aquellos mecanismos de compensación entre marginación social y centralidad simbólica. Así, Lugones verá al Martin Fierro como un texto de guerra, al que literariamente lo justifica como epopeya convirtiendo al protagonista en el héroe oficial. Es sabido que Borges percibe el tono del lamento y la queja por lo que descarta, a contrapelo de la posición aceptada en el Centenario, la lectura lugoniana. Si se trata de fechar, Kohan repara en  1979 año de La Vuelta  y de la campaña al desierto de Roca. Y allí hace hincapié en los silencios de ese relato ya que nada se cuenta del modo en que las tribus fueron deshechas ni tampoco se explicitan los motivos de la conversión y absorción de la violencia popular e irregular del gaucho contra la ley, ya que no habrá consolidación estatal hasta tanto su dispositivos de captura (violencia de la ley) no logren asimilarla para su consecuente utilización. El gaucho es forzado a la delincuencia allí donde la denuncia contra la instrucción militar rima versos entre vicio y oficio. Entonces, la frontera será la marca diferencial entre la violencia que el Estado absorbe (para que después Lugones legitime un mito converso) y aquella que es por naturaleza, irreductible. Sujeto de enunciación obediente que calla las razones de los encomios a la tierra que vuelve a pisar porque ya no la pisa el salvaje. En Martín Fierro la enunciación, cuando se refiere a cuestiones colectivas, tiende a ser tácita; silencio que encubre la enunciación encomiástica, cuando el anclaje histórico, la batalla ganada, afiance definitivamente a la Nación sobre el aparato estatal constituído. Y ese será el motivo y argumento sustancial, advierte Kohan para que García Merou acuse a Eduardo Gutierrez de volver hacia una suerte de epopeya del delito. El ciclo que culmina en la rudimentaria aunque decente domesticidad adquirida por Fierro y sus hijos, se repite, se re-vuelve con las aventuras de Juan Moreira. Bisagra que, el propio Gutierrez interpreta, cuando al comienzo lo retrata, en potencial, como una eventual gloria perdida; es el deseo incumplido de quien lo describe diciendo “al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria”. Pero en la declinación de esa promesa radican las condiciones sociales que malogran la virtud del personaje en el camino del crimen y la persecución, la  política y la “justicia” letrada” que lo empujan a una violencia en ascenso y sin control. La especulación de Gutierrez continúa con Hormiga Negra, ya en 1881, que a pesar de pelear en Cepeda y en Pavón, su destino de castigos recibidos lo cruza con Moreira.  Es por eso que para Kohan, lo que Hernández resuelve, Gutierrez lo crispa: la imposibilidad de confluencia entre el héroe popular de la ilegalidad y el héroe de la gloria guerrera (volviendo al comienzo, el que levanta los ojos al cielo). Pareciera que no hay punto de reunión entre dos escalas axiológicas: la de la nobleza y del coraje (Moreira, Hormiga Negra) con la semblanzas elevadas hacia el cielo de la gloria. Y lo que Lugones realiza con La guerra gaucha (1905), reafirma la incorporación de la violencia popular en la legítima función del acto bélico. Y más allá de la suma miscelánea de episodios fragmentarios, el texto privilegia el heroísmo anónimo del conjunto de la montonera gaucha y el nombre glorioso aunque postergado de Martín Miguel de Guemes, operación cultural que lo coloca en línea de disputa con Bartolomé Mitre, quien siempre revalidó el culto monumental por el bronce de  los nombres propios. Casi como si fuera el reverso del Manco Paz, Guemes sabrá obtener resultados auspiciosos del desorden, del torbellino, el desparramo porque en Guemes asoma la treta y el saber del entrevero sigiloso. Guerra sostenida en el descarte y en los restos de la resistencia, la historia de Guemes reenvia de modo cruzado, otra vez, a la del Manco Paz: en sus huestes hubo un soldado literato, alguien quien  también, como el mismo Paz, escribía. En este sentido, Kohan eslabona las escenas por las cuales el eclecticismo ideológico de Lugones, volverá a oficiar como resorte estabilizador cuando profetice la hora de la espada, de la fuerza militar en la función de gobierno. Su vaticinio se cumplirá en tiempos donde sin guerra, se desarrolla en Congreso Nacional el debate sobre la Ley del Servicio Militar Obligatorio (1901), reactualizando el protagonismo de Roca como presidente y el teniente general Ricchieri como ministro. En El país de la guerra, Martín Kohan enhebra suspensiones y continuidades aleatorias, y podríamos añadir, con Didi Huberman, caídas e irrupciones, inversiones y envolvimientos. Siglo XX y guerreros sin guerra, metáfora dilecta para hablar mitologías populares que trascienden las fronteras nacionales. El Che, Evita, Maradona, cuyas efigies atenúan el carácter periférico de la Argentina a la par que se diluye la potencia ideológica, combativa o la resistencia heroica de un Maradona equiparable a un Ave Fenix. Los juegos de guerra, como figuraciones en eco de determinados momentos históricos: el TEG aparece en 1976 y será una práctica masiva, social, instalada en el imaginario colectivo en sincronía con tragedias silenciadas. Esto en contraste con El Estanciero, una costumbre lúdica tradicional en tanto eco de un deseo colectivo de identificación con la riqueza agropecuaria. Pero es con el análisis de dos poemas sobre Ezeiza que el libro retoma la guerra en el desvío de confrontación civil. Los autores que lee Kohan son Fabian Casas y Ariel Schettini en ambas escrituras retrospectivas, lo que define la mirada, es una experiencia en la distancia temporal, ya que ni uno ni otro estuvieron en el lugar de los hechos. Pero Ezeiza concentra la potencialidad de una significación que gira en torno, otra vez, y en exceso, de la multitud y la violencia desmesurada.  Pueblo masa en el registro de una experiencia sesgada, asumida de modo indirecto, la mirada hacia atrás sobre un pasado que no vivieron. En Casas, la charla y la presencia de un primo mayor y el contraste entre el proyecto político (él si parece haber estado allí), y el fracaso o si se quiere, en términos comunitarios y litigiosos, la derrota. En Schettini, la lectura de las imágenes (tratándose de tiempo y de imagen, cabía citar a Didi Huberman), buscan el sentido heurístico donde la legalidad de lo real no consiste (como tampoco en Casas) en la prueba verídica sino en la paridad de las nociones entre documento e invención, autentificados, en primera persona, con los interrogantes del presente. Escriben sobre “Ezeiza” desde el presupuesto referencial del aeropuerto, metonimia del recibimiento frustrado al líder, a Perón, entre el desbande de las filas partidarias y la matanza final.  Si algo tiene la guerra civil, el conflicto armado en el país,  es la desregulación de aquellos mecanismos que afirman el poder y el control sobre los enemigos; lo que pone en evidencia, consecuentemente, el descontrol de los dispositivos institucionales que dirimen la violencia legal de la violencia clandestina. Es la mirada perpleja y distante de Schettini eso que termina por manifestar la violencia en su estado desreglado, cuando duda de lo que ve, y se pregunta el hombre que suben de los pelos rascando las paredes (¿lo protegen o lo torturan en público?). Y ahí es donde Kohan marca la potencia significante de la figuración animal. Serán las claves de la literatura y  cultura argentina, menos como las invariantes históricas de Martinez Estrada que como síntomas de una repetición desplazada. Porque el capítulo dedicado a Walsh, la muerte de su hija Vicky sintetiza en el dolor, la grandeza y la intimidad. Guerra y no guerrilla; camisón, absurdo en el momento aunque puntual en la mostración de un combate cuantitativamente desproporcionado y sorpresivo. Pero, aunque ni Walsh, en la escritura, ni Vicky en los hechos, optan por la victimización, Kohan dirime lo que en realidad implica la ferocidad de ciento cincuenta hombres contra cinco, “más una nena de un poco mas de un año, la hija de Vicky”. El sitio de una casa, el cerco sorpresivo, la celada. Sin embargo, Walsh, como Paco Urondo en Los pasos previos, nunca dejará de hablar en términos de guerra. Porque la emboscada es resistida por mas de una hora y media, con el eco de las carcajadas de Vicky que Walsh entiende por conocimiento visceral: “siempre la hizo reir lo que la sorprendía”. Walsh exalta entonces el carácter heroico de una defensa imposible pero planeada y consciente. Y en su desdoblamiento entre padre y militante, Rodolfo Walsh fundamenta, es decir, racionaliza su dolor pero sobre todo, su orgullo. De Walsh, Martín Kohan pasa a Videla, y con el apellido a secas titula el capítulo.  Pareciera que el silenciamiento planificado, que la sociedad civil adoptó como modus vivendi, tiene su consecuencia lógica en el extendido silencio con que Videla intentó protegerse. Pero la entrevista de Ceferino Reato logra que Videla, por fin, hable. Y su palabra justifica el accionar de lo que él no duda en denominar “guerra”. Una ristra de argumentos cede a la hora de defender el Código de Honor Militar con una disquisición en apariencia bizantina: Videla opta por hablar de “aniquilación” (del accionar “subversivo”)  y no de “exterminio”, por no corresponder con las razones morales del Ejército. Ante algún tipo de autocrítica, sobre la falta de información de los desaparecidos, Videla resuelve la enunciación de sus convicciones: del secuestro de bebés no se hace cargo y tampoco cede a la inducción de Reato a que confiese porque Videla tiene claro que no se arrepiente de nada. A los hechos los llama “guerra”, allí entran ERP y Montoneros;  allí declara que la guerra es legal, que la tortura o los “interrogatorios” son necesarios y urgentes y que en toda guerra se mata.  Kohan lee con perspicacia las variantes pronominales y sintácticas que va tomando la enunciación, que va girando hacia un conveniente uso del gerundio y una gradual despersonalización. Y Kohan pregunta, casi retóricamente, de qué forma se concilia  la firmeza de una posición asumida con la “turbia vaguedad de “lo que se fue dando”.  Con “La guerra de Malvinas: contrarrelatos”, el autor reelabora la memoria, en cuya construcción falsa, otra vez, por conveniente, no deja, sin embargo, de mostrar alguna verdad. Por ello, en 1982, momento donde se superponen dos acontecimientos litigiosos, uno deportivo y otro estrictamente bélico, vuelve otra vez al futbol, ámbito preferencial de Kohan, donde se cuentan goles (mundial de España) para des-contar los relatos faltantes de una épica nacional. Epica deshauciada, alteración de las identidades, corrosión del credo patriótico. Los protocolos de la literatura disuelven normas, valores e ideologemas.  Los pichiciegos de Fogwill  abre una narrativa de versiones y contrarrelatos, cuando aún se peleaba en las islas, poniendo a funcionar en clave irónica la visión distante del desmoronamiento de un plan, o de una mala decisión de gobierno. Historia pícara y de supervivencia, fábula sin moral entre transacciones subterráneas y una guerra de superficie. Daniel Guebel escribe “Impresiones de un natural nacionalista”, invirtiendo la iconografía de lo “argentino” y de la “anglicidad” en sendos espacios cruzados; a partir de esa operación, comienza el relato. En La causa justa, de Osvaldo Lamborghini, el “héroe” es Tokuro, un japonés fanático de la verdad que él atribuye al lenguaje mientras sus compañeros y subordinados de oficina, le hacen ver que la Argentina, a quien Tokuro defiende como voluntario en Malvinas, es “La Gran Llanura de los chistes”.  Las versiones y contraversiones, siguen con Las islas de Gamerro, con Trasfondo, de Patricia Ratto para que las ficciones de la guerra vuelvan otra vez a leer, a contraluz del presente, las variaciones del siglo XX, a través de Marechal (Megafón o la guerra), de Bioy Casares (Diario de la Guerra del cerdo), de Cesar Aira ( La guerra de los gimnasios). Siglo XX y XXI que insiste, para concluir, otra vez, en el peronismo.

jueves, 1 de octubre de 2015

La vida es una novela

La vida es una novela

               

La intrigante forma de un diario personal y privado de un escritor, siempre anunciado y postergado, basta para colmar las más desmesuradas sospechas y mitologías sobre los procesos de producción literaria. En diversas entrevistas, en relatos o en fragmentos de sus novelas, Ricardo Piglia ha sabido construir, durante todos estos años, una inquietante superstición genealógica que, bajo la forma de una utopía invertida, lo tiene al autor como único protagonista. Cuando Piglia tiene deiciséis años, sus padres deciden dejar el barrio de Adrogué, donde transcurre su infancia, para mudarse a Mar del Plata. Ese relato de viaje fija el acta de nacimiento de la escritura y determina cronológicamente el relato de los comienzos. Texto secreto y umbral último de sus textos, porque es a partir de ahí donde se constituye toda la obra de Piglia, armada sobre la base de promesas futuras y relatos en espera.                                                                                               
¿Cómo inscribir la letra propia en la vorágine de palabras y recuerdos ajenos? ¿Cómo computar las huellas que la experiencia ha dejado en nuestra vida? ¿Cómo contar las escenas no dichas de nuestra historia personal? Al igual que el “Diario” de Franz Kafka o el de Cesare Pavese, cercano a los cuadernos personales de Macedonio Fernández, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación (Buenos Aires: Anagrama, septiembre de 2015) tejen una madeja enmarañada entre el registro crónico de las experiencias, el apunte literario y el ensayo especulativo. Y, como texto híbrido, contiene historias de vida y anécdotas de gente con quien el autor ha dialogado, reflexiones, esbozos de novelas, citas leídas o robadas y máximas literarias.
 A partir de la inscripción del nombre propio de Emilio Renzi, Piglia, construye un espacio incierto, entre la verdad, la autenticidad y la ficción del registro autobiográfico. La aparición de ese verdadero alter ego del autor reduplica y bifurca la historia privada en por lo menos dos: lo que se cuenta tiene ya la forma de una ficción. Contar una vida como si se fuera un otro (un histrión o un clown que se mira en la escena de la escritura); apropiarse de una identidad literaria (Emilio Renzi) fingiendo que se miente para contar una historia de aprendizaje (en su forma clásica de la bildungsroman). O ante la seducción del falso parecido, narrar la propia vida como si fuera una novela. Una manera, si se quiere, de entregarse a la literatura para conjurar y delimitar el sentido de una experiencia.
Por momentos, en las incrustaciones temporales de los manuscritos y al modo de un prestidigitador de sueños, Renzi señala las futuras líneas de montaje (la historia de un tío relojero del barrio La Perla de Mar del Plata anuncia un relato porvenir y el asalto a un camión trasportador de caudales prepara los perfiles de los personajes de una novela en preparación; el enigma del fotógrafo de Flores que guarda una versión microscópica de una ciudad preanuncia un ensayo sobre la lectura, o el encuentro en Ambos Mundos con Steve Ratliff prefigura una autobiografía falsa; al mismo tiempo que el último discurso de Ezequiel Martinez Estrada, pronunciado en la Universidad de Bahía Blanca, ensambla, por obra de una extraña combustión alquímica, la piel agrietada y lacerada del último intelectual argentino con el destino del país); y nos hace leer al Diario siempre a destiempo: son historias pasadas-presentes que van y vienen y se despliegan como relatos en progreso.
Las secuencias espaciales, las mudanzas en el medio de la noche, las migraciones urbanas (de Adrogué a Mar del Plata, de La Plata a Buenos Aires) y los desplazamientos citadinos por bares, bibliotecas, librerías o cines, combinan la ensoñación de los filmes vistos junto a la pasión por la lectura, entre enredos amorosos y decisiones políticas. Mientras que los relatos maternos y las intrigas familiares, los ecos polémicos del sartrismo y las enseñanzas de la literatura norteamericana (William Faulkner, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway), los padrinazgos literarios (Beatriz Guido o Haroldo Conti) junto a las amistades y afinidades electivas (Miguel Briante, Juan José Saer o Dipi Di Paola), bajo el cobijo borgeano y el encuentro arltiano, preparan, al modo de un relato de iniciación literaria, la figura de alguien que antes de ser autor quiere forjarse como escritor.              
Un plato de fideos al pesto en Pippo, después de una larga jornada itinerante entre funciones de cine, un racimo de uvas o un par mates en la soledad fría de la noche, ante una decepción amorosa o un cobro diferido. Para quien siempre ha vivido entre pasiones y ha sabido embriagarse, las carencias son sólo líneas en el camino de una historia y un destino prefijado de antemano. Escribir en pensiones, piezas de hotel o en departamentos prestados es amalgamar en el transcurso del tiempo, entre frases ajenas y elucubraciones personales, una música futura que se anuncia intermitente en los sonidos agudos de las teclas y en los ritmos acompasados de un viejo carro de una Olivetti.
En abril de 1963 y cuando solo tiene veintidós años, Piglia publica en El escarabajo de oro, la revista que por esos años dirigía Abelardo Castillo, una breve nota sobre Il mestiere di vivere de Cesare Pavese. Y, como quien consume sus días y su obra en la búsqueda infructuosa de una mujer a la que no se puede olvidar, veía, en su infranqueable soledad, la cifra de quien vive y asume una lealtad con respecto a sus propias convicciones y pensamientos. Una ética de las acciones, podríamos decir, como Marcelo Maggi, Macedonio, Luca Belladona o Thomas Munk.           
A veces, los recuerdos suelen tener  la forma de historias gemelas o mellizas; y se tiñen, como decía Georg Simmel, del color del sueño. O para decirlo de otro modo: Los diarios de Emilio Renzi o el comienzo de una ilusión.


Edgardo H. Berg 


(publicado en el Suplemento Literario de Telam, Octubre de 2015)